Época: Prehistoria
Inicio: Año 800 A. C.
Fin: Año 1 D.C.




Comentario

Al final de la Edad del Bronce no se detectan cambios bruscos ni discontinuidad cultural en casi ninguna región, pero tradicionalmente se estableció el límite de la Edad del Hierro en el 750 a. C., coincidiendo con la aparición de dicho metal en alguna de las regiones europeas.
La utilización del hierro no fue repentina ni se produjo en todos los lugares a la vez, puesto que a pesar del perfecto conocimiento técnico alcanzado por los metalurgistas del bronce, el trabajo del nuevo metal implicaba algunas variaciones como la adaptación de los hornos a mayor temperatura, la necesidad de purificar de escorias y, sobre todo, la imposibilidad de colar el metal fundido en moldes de piedra, como el cobre o el bronce, siendo necesario dar la forma a la pieza deseada por martilleo en caliente y luego templarla, enfriándola bruscamente en agua fría para obtener mayor dureza.

El descubrimiento de la tecnología del hierro se atribuye a una tribu armenia de la que enseguida pasó a los hititas, quienes consiguieron afianzar su poder en un amplio territorio debido, entre otras cosas, a su nuevo y más eficaz armamento. A la caída de su Imperio, a finales del segundo milenio antes de la era, el secreto de la reciente técnica se extendió rápidamente, tanto hacia Oriente como hacia Europa, favorecido por la abundancia de minerales de hierro que hay en todas partes y que haría más asequible su producción.

Algunos descubrimientos de los últimos años parecen demostrar la existencia de pequeños objetos de hierro ya en el V milenio en algunos yacimientos del Próximo Oriente, y su presencia más evidente en los siglos X-IX a. C. allí y en algunos lugares de Grecia, sin que ello supusiera su generalización hasta casi un siglo después. En el resto de Europa, tanto continental como mediterránea, su adopción fue posterior y la intensidad de su uso, así como las consecuencias que ello pudo implicar, son diferentes en cada caso.

Es en esta etapa de la Edad del Hierro cuando las diferencias en la evolución cultural de unas regiones y otras se hace más patente, pues mientras Europa continental y occidental, incluida la Península Ibérica, permanecen en la Protohistoria, los territorios del Mediterráneo Oriental habían entrado ya en época histórica, desarrollando altas culturas urbanas. El brillante desarrollo cultural de estos pueblos y su posterior expansión por el Mediterráneo influyeron decisivamente en la transformación de las restantes sociedades europeas, al establecerse nuevas vías de comunicación y redes comerciales de intercambio entre las colonias recién fundadas y los territorios del interior.

En la Península Ibérica se observa con claridad que no se produjo ningún cambio cultural violento entre el período del Bronce Final y la Primera Edad del Hierro, pues hasta bien entrada esta última fase no se generalizó el uso del nuevo metal y no pareció implicar cambios sociales o económicos inmediatos.

Las influencias llegadas a nuestro territorio a comienzos del primer milenio son las que van configurando la diversidad cultural de las distintas regiones que ahora quedan ya netamente perfiladas y que, como recordaremos, fueron los Campos de Urnas por los Pirineos, los colonizadores fenicios y griegos por el sur y los influjos atlánticos por la fachada occidental.

Las áreas costeras, debido a sus tradicionales y más directos contactos con el exterior, tuvieron un crecimiento más evolucionado que las áreas del interior y, por ejemplo, en las regiones andaluzas del suroeste se desarrolló la brillante cultura tartésica dinamizada por las relaciones coloniales y en las costas mediterráneas la posterior cultura ibérica. Las costas de Portugal y Galicia seguían insertas en el círculo atlántico, ahora en decadencia debido sin duda al colapso de las redes de intercambio de metal, y la Cataluña interior, el valle del Ebro y la Meseta continuaban un desarrollo autóctono a partir de los influjos llegados por vía europea.

En este capítulo nos ocuparemos de los territorios interiores y occidentales mientras que las culturas que evolucionaron bajo la influencia directa de los pueblos históricos mediterráneos serán tratadas más adelante.

Los tesoros y depósitos característicos del Bronce Final Atlántico comienzan a desaparecer en este nuevo período, siendo muestra de que algo ha cambiado del contexto social y económico precedente y que algunos autores atribuyen al colapso sufrido en las redes de intercambio del metal que tanta pujanza habían alcanzado. A partir de la Edad del Hierro se empiezan a detectar, en la mitad sur de los territorios del Occidente peninsular, influencias coloniales llegadas del foco de Cádiz y Huelva debido a la expansión de los pueblos mediterráneos que necesitaban ampliar sus mercados y tanto en Portugal como en Extremadura se habla de un período Orientalizante.

En el cuadrante noroccidental, es decir, en el norte de Portugal, Galicia y parte de Asturias aparecen nuevas características culturales que poco a poco van configurándose hasta llegar a perfilar la denominada cultura castreña del noroeste, cuyo rasgo más distintivo es precisamente el poblado en altura fortificado o castro, es decir, que se detecta en una auténtica unidad de hábitat coincidente con un marco geográfico y cronológico bastante preciso. Esta cultura hunde sus raíces en el mundo occidental atlántico, aunque a principios de la Edad del Hierro debió recibir influencias llegadas desde la Meseta a finales de la Edad del Bronce pues se han descubierto algunas cerámicas con decoración de boquique, típica de la cultura de Cogotas I; posteriormente, durante la Edad del Hierro es cuando llegarían las controvertidas influencias celtas desde la Meseta, ya que allí habitaban los celtíberos, que eran los pueblos que sin lugar a dudas hablaban una lengua de carácter celta. Se producirían largos procesos locales de aculturación cuyo resultado final sería esta cultura castreña perfectamente definida que alcanzó su auge en las fases tardías de la Edad del Hierro y que llegó incluso a sobrevivir a la dominación romana.

Las áreas peninsulares que recibieron más directamente las influencias llegadas desde Europa continental, sobre todo las más interiores, no alcanzaron la prosperidad y el auge de los territorios meridionales, pero tampoco participaron directamente de las características de la cultura europea del Hallstatt, desarrollada durante la Primera Edad del Hierro. En todos estos lugares continuó un desarrollo cultural propio, a partir de los primeros contactos a comienzos del milenio, en el que se siguió practicando sin excepción el rito funerario de la incineración y el modelo de asentamiento siguió siendo el poblado o agrupación rural que en casi ningún caso sobrepasaba los cien habitantes.

En Cataluña es evidente la continuidad de uso en los poblados y en las necrópolis, sobre todo en las regiones interiores. En cambio, a la zona costera llegaron pronto las influencias coloniales -los griegos fundan Ampurias en el 550 a. C.- y a partir del siglo VI se puede hablar ya de un horizonte cultural Ibérico Antiguo bien representado en yacimientos como El Coll del Moro, en Gandesa, Tarragona, Ullastret en Gerona o Els Vilars de Arbeca en Lérida.

La llegada de los colonos, primero fenicios y después griegos, a las costas catalanas hace pensar en que fuera a través de esta vía por la que se introdujera el conocimiento del hierro en la Península, frente a la tradicional interpretación de pensar que el nuevo metal había sido traído por las gentes de los Campos de Urnas.

En el valle del Ebro, durante la etapa de la primera Edad del Hierro se observa una continuidad desde el mundo de los Campos de Urnas en la ocupación de algunos lugares de hábitat, aunque tras la destrucción de la ocupación anterior, caso del poblado de Cortes de Navarra, lo que ha hecho pensar a algunos autores en la llegada de nuevos grupos humanos que desestabilizasen en cierta manera a las gentes ya asentadas. Otros poblados muestran continuismo en el hábitat al seguir estando ocupados la mayoría de ellos -la Loma de los Brunos, Roquizal del Rullo, Cabezo de Monleón- que, como recordaremos, se ubicaban sobre pequeños cerros-o colinas de difícil acceso, caso del Cabezo de Monleón o, en el caso de que la subida fuera practicable, se protegían con murallas, como en Les Escondines Bajas o Tossal Redó, con claro valor estratégico, tanto defensivo como económico.

La disposición interna de los poblados responde al modelo ya conocido en el Bronce Final de calle central, alineándose a sus lados las viviendas adosadas cuya pared trasera sigue el perímetro del cerro haciéndolo casi inaccesible. Las casas son de planta rectangular con la puerta en el lado más estrecho dando a la calle central y en su interior suelen estar compartimentadas, como en el caso de Cortes de Navarra, donde tienen tres habitaciones diferentes: un pequeño vestíbulo, a continuación la gran habitación central donde se situaba el hogar y, a veces, bancos corridos junto a las paredes y, al fondo, otra habitación más pequeña que hacía recursos y cabe suponer que eso se hiciera con los personajes que tuvieran un cierto prestigio dentro de la comunidad.

Tanto en las sepulturas que utilizan una u otra fórmula es habitual que la incineración esté acompañada de un ajuar compuesto por los objetos que debió utilizar en vida el difunto o por los que representaban algún símbolo después de la muerte; destaca la presencia de armas de variada tipología y de adornos personales como fíbulas, broches de cinturón, placas pectorales, etcétera que constituyen, a su vez, una buena muestra de la perfección que alcanzó la industria metalúrgica en esta época.

La Meseta es uno de los territorios más extensos de la Península, el más interior, alejado de las costas y, por lo tanto, el que recibió con mayor lentitud las influencias culturales llegadas desde el exterior. Durante el Bronce Final ya hemos visto que fue el lugar donde se desarrolló con mayor fuerza la cultura de Cogotas I, que fue perdiendo vigencia al mismo tiempo que aparecían elementos culturales emparentables con los Campos de Urnas asentados en Cataluña y valle del Ebro desde los primeros siglos del último milenio antes de la era.

El área más oriental de la Meseta -norte de Guadalajara y sur de Soria- y el reborde meridional del valle del Ebro configuran el territorio que tiempo después fue la zona nuclear de la Celtiberia clásica, solar de los celtiberos que fueron los pueblos prerromanos más conocidos en los textos por los enfrentamientos bélicos que mantuvieron con Roma.

La cultura celtibérica, que será tratada con más detenimiento más adelante, se identifica perfectamente en el siglo V a. C. y en su formación es evidente que intervinieron elementos culturales procedentes de la cultura Ibérica del Levante, pero también está claro que existió una etapa precedente durante la Primera Edad del Hierro, denominada Protoceltibérica, en la que se fueron gestando gran parte de sus principales características.

En estas zonas de la Meseta y del valle del Ebro se detecta claramente un sustrato cultural asentado desde finales de la Edad del Bronce, en el que están presentes características típicas como el rito funerario de la incineración, modelo de asentamiento de los poblados, en altura y con esquema de calle central, formas de la cerámica a mano y algunos objetos de metal, todos ellos entroncados con los Campos de Urnas precedentes.

La etapa Protoceltibérica está documentada ya en numerosos yacimientos, por ejemplo, en las necrópolis de incineración de Cabezo de Ballesteros y La Umbría, en el sur de la provincia de Zaragoza, en la necrópolis de incineración con estructuras tumulares de Molina de Aragón y los poblados de Fuente Estaca y La Coronilla I, en el norte de la provincia de Guadalajara, o los poblados de Riosalido y Guijosa, en la misma provincia pero cerca ya de su límite con Soria.

En la Meseta más occidental, que fue el territorio originario de la cultura indígena de Cogotas I, también se detecta la presencia de elementos culturales nuevos, emparentados con el mundo de los Campos de Urnas, desde los últimos momentos de la Edad del Bronce y con más nitidez desde el comienzo de la Primera Edad del Hierro, que dan lugar al horizonte cultural conocido con el nombre de grupo de Soto de Medinilla.

Entre las características culturales de todos estos pueblos meseteños de la Primera Edad del Hierro destacan el rito funerario de la incineración y los asentamientos en cerros medianamente elevados con el esquema urbanístico de calle central, ambos descritos con detenimiento en líneas precedentes, así como cerámicas fabricadas todavía a mano de formas bicónicas suaves.

En cuanto a la actividad económica de estos pueblos, que no pasaron de ser núcleos rurales más o menos grandes, parece que se basaba fundamentalmente en la agricultura, ya que la ubicación de los poblados elige siempre los valles de los ríos donde las tierras aluviales son muy propicias para el cultivo, y en la ganadería, documentada por los análisis de fauna de los distintos yacimientos, sobre todo en aquellos lugares en que los suelos son menos fértiles.

A la tradicional explotación de la cabra y la oveja hay que añadir la de los bóvidos, cuya significación económica -por la cantidad de carne proporcionada por cada individuo- y social debió ser grande ya que en las necrópolis de incineración, como por ejemplo Sigüenza, se han encontrado ofrendas de vacas junto a algunas sepulturas, lo que podría indicar el reconocimiento social que tenía el hecho de poseer uno de estos animales. También debió ir adquiriendo importancia el caballo tanto por su valor económico como por su valor bélico y social, dando testimonio de esto último la presencia de molares en las necrópolis y la abundancia de bocados de caballo entre las piezas de los ajuares de las sepulturas, lo que parece confirmar las posteriores citas de los textos clásicos en los que se señalaba a los celtíberos como consumados jinetes.

Otra actividad peor documentada entre estos pueblos del interior peninsular es la del comercio a larga distancia, que en las regiones continentales europeas tuvo una gran importancia durante la Primera Edad del Hierro al establecerse importantes redes comerciales con las colonias del Mediterráneo (Marsella). Aunque en la Península no se conocen los intercambios tan espectaculares de la Borgoña o el sur de Alemania, están documentados en las necrópolis de incineración, del final de la Primera Edad del Hierro y de época celtibérica, en los que los ajuares más ricos tienen algunas piezas -broches de cinturón de tipo ibérico, urnas de orejetas- que pueden considerarse objetos de importación desde la zona levantina y que seguramente marcaban las diferencias sociales existentes entre su poseedor y el resto de la población allí enterrada.

Este es el panorama cultural que ofrecía la Península Ibérica a comienzos de la II Edad del Hierro, última etapa de la Prehistoria en la que los pueblos indígenas ágrafos entraron de lleno en la órbita de otras culturas superiores, perfectamente urbanas. Los griegos y los fenicios habían visitado y habían fundado colonias en nuestro territorio varios siglos atrás y en el año 218 a. C. los romanos desembarcaron en Ampurias, a causa del conflicto desencadenado por las guerras púnicas, iniciándose el proceso de la romanización que será tratado con detalle en el próximo volumen.